Ella se asomó a la puerta y él sonrió. Después el viento condujo sus pasos colina arriba, y ella se quedó allí, en la lejanía. El fusil le pesaba en el hombro. Ante sus ojos se extendían los campos inmensos y los ríos serpenteantes. Una lágrima surcó su rostro. Era hora de marchar.
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